Garantías del procedimiento administrativo sancionador. Algunas reflexiones críticas a propósito del combate a la corrupción


* Ilsse Carolina Torres Ortega




* Profesora investigadora. Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente. Departamento de Estudios Sociopolíticos y Jurídicos. Código orcid: 0000-0002-5929-9137. Correo electrónico: torresilsse@iteso.mx

PALABRAS CLAVE

KEYWORDS

Corrupción

Procedimiento administrativo sancionador

Servidores públicos

Proceso penal

Sanciones

• Corruption

• Administrative sanctioning procedure

• Public servants

• Criminal process

• Sanctions

Revista Mexicana de Ciencias Penales número 22 enero-abril 2024.

Paginación de la versión impresa: 51-74

Página web: Temas actuales en materia jurídico-penal

Fecha de recepción: 25 de abril de 2022

Fecha de aceptación: 16 de junio de 2022

e-ISSN: 2954-4963

DOI: 10.57042/rmcp.v7i22.540


Resumen: En este trabajo se plantea una serie de reflexiones críticas sobre la asignación de responsabilidad y el establecimiento de sanciones en los casos de corrupción. Dichas reflexiones se centran en las dificultades que ambas tareas entrañan en un escenario donde han de respetarse garantías primarias y secundarias, al tiempo que han de afrontarse las particularidades de los hechos de corrupción. Dichas particularidades, se sostiene, han de tenerse presentes en la reflexión general sobre el procedimiento administrativo sancionador y sobre su equiparación sin modulaciones al proceso penal.


Abstract: This paper offers some critical reflections on the adjudication of responsibility and sanctions in corruption cases. These reflections focus on the difficulties of both tasks in a scenario where primary and secondary guarantees must be respected, while at the same time the particularities of the facts of corruption must be faced. These particularities must be taken into account in the general reflection on the administrative sanctioning procedure and its comparison with the criminal process.


Sumario:

I. Introducción. II. Corrupción e impunidad. III. Dificultades en la asignación de responsabilidad y en la aplicación de sanciones por hechos de corrupción. IV. Garantías y sanciones. V. Garantismo y corrupción. VI. Conclusiones. VII. Fuentes de consulta.




I. Introducción


Si bien la corrupción parece ser intrínseca a nuestros sistemas jurídico-políticos,1 desde hace algunos años se han llevado a cabo diversos esfuerzos institucionales y de la sociedad civil para visibilizar sus afectaciones a la vida de las personas y a la calidad de nuestras democracias.2 Así, hemos sido testigos de múltiples intentos por cambiar la cultura de la corrupción en nuestro país, así como por implementar diseños institucionales que posibiliten un mejor escrutinio acerca de cómo se llevan a cabo las funciones públicas y cómo se distribuyen los bienes y recursos públicos. También hemos visto estrategias tendentes a lograr la asignación de responsabilidad y la aplicación de sanciones a aquellos que, valiéndose de los intereses generales, se benefician injustificadamente —directa o indirectamente— con ellos.3

Transparency International (2021) define la corrupción como el abuso del poder que ha sido encomendado a algunas personas para beneficios privados; subraya también cómo la corrupción erosiona la confianza en las instituciones, debilita la democracia, limita el desarrollo económico, y recrudece las desigualdades sociales y la crisis del medio ambiente.4 Este organismo realiza cada año un índice de percepción de la corrupción (Corruption Perceptions Index) que se considera un indicador subjetivo clave para conocer la situación de la corrupción en el mundo.5

En el último año, México ocupó el lugar 124 de 180 países considerados, obteniendo un puntaje de 31 sobre 100 (donde 0 es el grado más alto de corrupción y 100 es su ausencia)6 (cpi, 2021). Además, de acuerdo con el último barómetro global de la corrupción (Global Corruption Barometer Latin America & The Caribbean), en México, el 44% de las personas manifestaron considerar que la corrupción había aumentado en los últimos 12 meses y el 34% de usuarios de servicios públicos señaló haber pagado un soborno en los últimos 12 meses7 (gcblatc, 2019).

La percepción de la corrupción no es, por supuesto, un elemento definitivo respecto a los hechos de corrupción que, en efecto, se llevan a cabo en un país. Sin embargo, se trata de un factor significativo para revisar críticamente los esfuerzos de los países por intentar contener la corrupción. Por ejemplo, México mejoró su puntaje y su puesto respecto al índice de 2019 (2 puntos y 6 lugares).8 Aunque dicha mejoría es poco significativa, puede interpretarse como un paso en el largo y arduo camino del control de la corrupción.

Respecto a la corrupción y a las estrategias asumidas por nuestro país para contenerla y reducirla en el ámbito público, podrían escribirse numerosas reflexiones. No obstante, este trabajo pretende centrarse en una cuestión específica. Una parte importante del combate a la corrupción consiste en reducir la impunidad, y con ello, lograr que efectivamente se investiguen los hechos de corrupción y se sancione a funcionarios públicos y particulares que hayan llevado a cabo acciones u omisiones tendentes a beneficiar intereses privados a costa de los públicos. Esto ha implicado una transformación profunda del procedimiento administrativo sancionador —en el caso de las faltas de los servidores públicos—, el cual se constituye como una importante arena de rendición de cuentas de aquellas conductas que generan un daño en la esfera pública. Este renovado interés por el procedimiento administrativo sancionador ha dado lugar a una tarea de homologación respecto a las garantías sustantivas y procesales, propias del proceso penal, en tanto que se trata de un procedimiento cuya consecuencia puede ser una sanción negativa, lo que implica necesariamente la privación de bienes valiosos.

La asimilación de garantías no resulta problemática desde la perspectiva de que ambos casos han de guiarse por la búsqueda de la verdad y por el respeto a los derechos humanos de los involucrados. Sin embargo, si reparamos en las particularidades y dificultades de los hechos de corrupción, dicha equiparación trae algunas consecuencias que no siempre se hacen explícitas y que, sin embargo, es necesario tener presentes. Así, por ejemplo, decisiones en la cuestión probatoria como la incorporación del sistema de libre valoración de la prueba o el compromiso con el estándar de prueba de más allá de toda duda razonable, establecen el nivel más estricto de comprobación de la hipótesis acusatoria, lo cual, contrastado con las dificultades características de los hechos de corrupción, posiblemente tengan como consecuencia que en muy pocos casos pueda aplicarse una sanción.

Esta cuestión, en extremo delicada, será abordada a continuación. (1) Iniciaré con una serie de reflexiones sobre el papel que juega la asignación de responsabilidad y de sanciones en el combate a la corrupción, para después (2) enfocarme en las dificultades que ambas tareas implican. (3) Posteriormente, haré mención de las garantías primarias y secundarias que han de estar presentes en cualquier procedimiento cuya consecuencia sea la eventual aplicación de una sanción. (4) Finalmente, plantearé las posibles dificultades que dichas garantías implican para la posibilidad de sancionar a los servidores públicos que han transgredido deberes elementales de sus funciones.

Mi objetivo no es sugerir que deban realizarse recortes a las garantías en el ámbito administrativo sancionador para los supuestos de corrupción de servidores públicos, sino revisar la posibilidad de hacer modulaciones que permitan mantener un procedimiento lo más garantista posible, pero que tenga en cuenta las particularidades de los hechos de corrupción.


II. Corrupción e impunidad


Como bien se mencionaba al inicio, todo indica que la corrupción es y será una constante en nuestras comunidades. En este sentido, resultan esclarecedoras las palabras de J. Malem (2014):


Nadie duda ya que la corrupción es un fenómeno universal. Y así se debe considerar si se toman en cuenta los siguientes cuatro aspectos. El primero es que ha atravesado todas las épocas. No parece pues que sea exclusivo de la actualidad o de un momento histórico determinado. En segundo lugar, se ha manifestado en todas las zonas del planeta, de norte a sur y de este a oeste. No ha habido ningún Estado carente de corrupción al menos en algún nivel. En tercer lugar, ha afectado a todos los sistemas políticos. En mayor o en menor medida ningún sistema jurídico-político, ni régimen alguno, le ha sido inmune. Y, finalmente, ha afectado a prácticamente toda actividad humana, sea esta pública o privada, profesional o amateur, individual o colectiva. (p. 170)


En estos términos, la promesa de eliminar de raíz la corrupción, entonces, puede ser vista como una utopía o bien como un mero recurso demagógico para simpatizar con el hartazgo de las personas. En palabras de R. Vázquez (2007) “pensar que es factible alcanzar la ´corrupción 0´ resulta tan utópico como pensar en la posibilidad de una vida sin enfermedades” (p. 208). Sin embargo, la actitud contraria, el escepticismo respecto a la posibilidad de reducirla y prevenirla, nos lleva al inmovilismo de tener que aceptar que la corrupción es casi un rasgo de carácter cultural de determinadas sociedades. La vía intermedia, entonces, sería la de aspirar a revertir la normalización de la corrupción —un cambio en la cultura anómica—,9 haciéndonos cargo de sus dificultades y asumiendo el compromiso de su investigación.

Si bien hay distintas aproximaciones al concepto de corrupción, algunas propiedades identitarias del concepto son las siguientes: (1) una violación de un deber u obligación por parte de una autoridad o un decisor, (2) suele tener por objeto la obtención de un beneficio personal y (3) suele existir un intercambio en el otorgamiento de beneficios10 (Garzón, 2003). La corrupción —como ya se subrayaba— no es exclusiva del ámbito público, sino que sucede en los distintos escenarios de la vida en común. Sin embargo, es en la esfera pública donde sus consecuencias tienen un alcance mayor y donde el reproche por el sacrificio de los intereses de la comunidad también debería de ser mayor.

En los casos de corrupción donde están involucrados servidores del orden público hay una transgresión a deberes que escapa del ámbito individual de la actividad profesional de un trabajador. Hablamos de deberes de otra calidad, cuya inobservancia no tiene como consecuencia la mera ineficiencia, sino una deslealtad profunda a los valores del ordenamiento que tiene repercusiones en la calidad de vida de las personas. De ahí el énfasis en la Ley General de Responsabilidades Administrativas, respecto a que los servidores públicos reproduzcan en su actuar principios como los de lealtad, honradez o integridad guiados por directrices específicas, como el respeto y la garantía de los derechos humanos (2016). Tal y como señala I. Lifante (2020),


… ocupar un determinado cargo en el marco de una institución social compromete con la persecución de los fines que justifican su propia existencia y la búsqueda del bienestar o las metas o propósitos propios de la institución; que en el caso de la Administración pública ha de estar al servicio de los intereses generales. (p. 38).


Los deberes de las autoridades son complejos y se dan en muchos niveles, pero en ellos destaca la necesidad de llevar a cabo un ejercicio deliberativo para concretarlos. Es decir, la peculiaridad de estos deberes es que no pueden ser expresos y axiomáticos, sino que exigen la deliberación de la autoridad para determinar qué es lo más adecuado para lograr la protección más amplia de los intereses generales.

De nuevo, I. Lifante (2018) puntualiza que la responsabilidad de las autoridades implica que estas tienen deberes que requieren cuidado y atención, los cuales no pueden plasmarse en una guía detallada. En lugar de esto, la autoridad tiene poder discrecional para seleccionar la actuación óptima para el fin que se pretende conseguir. Esta discrecionalidad no puede entenderse como carta blanca a la arbitrariedad; las autoridades tienen el deber de justificar racionalmente el uso de esta facultad y su actuación habrá de ser evaluada a la luz, precisamente, de los fines y valores que dotan de sentido sus funciones.

No cumplir de manera diligente y comprometida con los deberes de un cargo público, por tanto, deteriora a las instituciones, alejándolas de aquellas finalidades valiosas que les otorgan sentido, y afecta a los usuarios de los servicios públicos, a la ciudadanía en general.

Cuando las instituciones no garantizan aquellas finalidades que las justifican, pierden legitimidad y dejan en desamparo a los individuos. Es por ello que, cuando se cometen estas transgresiones a los deberes de la función pública, lo menos que se puede esperar es que haya un fuerte reproche a las conductas indebidas por parte de servidores públicos, y la activación de procedimientos que permitan esclarecer los hechos y, en su caso, dar lugar a las sanciones previstas.

Las sanciones negativas —entendidas, centralmente, como una privación de bienes— son una vía para expresar la desaprobación de cierto tipo de acciones y omisiones y, además, son una manera de prevenir que quien ha traicionado los valores de la comunidad pueda continuar beneficiándose de su cargo. De ahí que las sanciones por faltas a estos deberes, dependiendo de su gravedad, vayan desde la amonestación pública o privada, hasta la inhabilitación temporal en el servicio público —prevista para los supuestos de faltas graves y no graves en los artículos 75 y 78 de la Ley General de Responsabilidades Administrativas (2016)—.

Ahora bien, si esa vulneración a la responsabilidad pública no activa nada de lo anterior, el proyecto contractualista en su conjunto cae en descrédito, además de que la posibilidad de la cooperación social —la cual, junto con la prevención y/o resolución de conflictos, forma parte de las funciones básicas de la práctica del derecho— disminuye: las instituciones pierden legitimidad y credibilidad, al tiempo que las personas carecen de incentivos para seguir pautas de conducta que vayan más allá de su autointerés. En definitiva, la ilicitud y la falta de lealtad a los valores de la comunidad político-jurídica es seguida de la impunidad.

Hablar de impunidad, sin embargo, no puede reducirse a la mera ausencia de sanciones. Tal y como sostiene J. Le Clercq (2018), reducir la impunidad a lo anterior no permite comprender sus consecuencias. Como concepto grueso, la impunidad implica una situación de derecho, de fragilidad o ausencia de Estado de derecho, así como un contexto político-institucional y de ambientes sociales que favorecen o toleran el incumplimiento de las leyes. Por ello, al hablar de impunidad hay que tener presentes tres escenarios ascendentes: (1) actos delictivos particulares que quedan impunes, (2) ámbitos específicos en los que prevalece la impunidad dentro de una sociedad en donde hay condiciones de legalidad y (3) contextos institucionales caracterizados por impunidad sistemática y generalizada (p. 25).

Lo anterior sirve para poner de manifiesto que a la falta de sanciones en ocasiones subyace una realidad político-social mucho más compleja. En el caso de México, un país donde hay una cifra negra de más del 90%,11 la impunidad en casos de corrupción es previsible. Sin embargo, en el tipo de conductas que conforman la corrupción hay un aditivo muy importante a considerar: la persona que causa el daño está envestida de un rol, una responsabilidad específica. La ausencia de sanciones a servidores públicos que han transgredido deberes relevantes de sus funciones no solo contribuye a aumentar la cifra negra y a generar un contexto de impunidad sistemática y generalizada que nos lleva a desconfiar de las instituciones y del propio derecho, sino que implica que dicha persona continúe llevando a cabo ese rol y teniendo en sus manos los intereses de la comunidad.


iii. Dificultades en la asignación de responsabilidad y en la aplicación de sanciones por hechos de corrupción


A pesar de la relevancia que tiene la asignación de responsabilidad y la aplicación de sanciones en la dinámica de expectativas e incentivos para cumplir con el derecho y cooperar unos con otros, estas no siempre son vistas como parte esencial del combate a la corrupción. La responsabilidad penal y la aplicación de castigos, por ejemplo, han sido cuestionadas por su carácter “punitivista” y por la desatención a la reparación y al cuidado de las víctimas de la corrupción que supuestamente propician. Como muestra de lo anterior, el Informe final del Comité Asesor del Consejo de Derechos Humanos sobre las consecuencias negativas de la corrupción en el disfrute de los derechos humanos (A/HRC/28/73, 2015)12 señala lo siguiente:


Al restringir las medidas de lucha contra la corrupción al Derecho penal, la atención se limita a los autores de estos actos. El propósito de un procedimiento penal es —básicamente— determinar quién es responsable de la comisión del delito. Centrar los procedimientos penales en los autores puede menoscabar la atención que se presta a las víctimas. En estos procedimientos, los afectados por la corrupción tienen un escaso protagonismo. Además, el enfoque de la justicia penal no ofrece medios para abordar los problemas estructurales que causa la corrupción. Este se concentra, por definición, solamente en el delito, y en general no puede hacer frente a los efectos colectivos y generales de la corrupción… (p. 10)


Las sanciones, entendidas como meras reacciones punitivas, en efecto, no son coherentes con el cambio en la cultura de la corrupción que se pretende conseguir. Sin embargo, esto no ha de llevarnos a la conclusión de que la asignación de responsabilidad y la sanción a servidores públicos no juegan un rol determinante en el combate a la corrupción, aunque, en efecto, no puede limitarse a ellas.

La atribución de responsabilidad individual, si bien está dirigida a esclarecer la vinculación del actuar de una persona con un resultado determinado (relación de causalidad) y las condiciones en las que fue llevada a cabo su acción u omisión (cuestiones de capacidad), es fundamental para el esclarecimiento de la verdad de los hechos. Asimismo, la sanción que resulte de dicha atribución dota de sentido la práctica de cumplimiento del derecho, además de que posee una finalidad preventiva dirigida a evitar y minimizar daños.

Así, por un lado, el rol que juega la sanción en la práctica social del derecho va mucho más allá de una mera reacción o un acto de venganza hacia el individuo. Por otro lado, la búsqueda de la verdad forma parte esencial del ideal de justicia; no puede haber justicia sin verdad.13 A continuación, desarrollaré ambas cuestiones.

Dentro del ordenamiento jurídico hay distintos tipos de normas, algunas de las cuales establecen conductas determinadas que deben ser observadas o evitadas, ya que, como nos recuerdan M. Atienza y J. Ruiz (2007), es un lugar común que la función primaria de cualquier sistema normativo consiste en guiar la conducta de los individuos que lo integran (p. 115).

Para llevar a cabo lo anterior, nuestros ordenamientos cuentan con normas regulativas que establecen permisos y pautas de conducta que deben ser observadas (deberes o prohibiciones).14 Estas normas, por tanto, fijan limitaciones a la libertad de acción de los individuos (ciudadanos en general y operadores jurídicos), en tanto que no son simples sugerencias, sino que su incumplimiento implica una serie de consecuencias jurídicas (entre ellas las sanciones). Además de las normas deónticas o regulativas, hay también en nuestros sistemas jurídicos normas que confieren poderes a determinadas personas que, aunque no son directamente pautas de comportamiento, sí señalan cómo obtener determinados resultados, y su mal desempeño también es objeto de consecuencias normativas.

El derecho establece algunas conductas que, en distintos contextos, deben ser observadas o evitadas porque, de otra forma, la satisfacción de intereses, tanto generales como individuales, se verá frustrada. Por lo anterior, resulta crucial motivar el cumplimiento voluntario de las prescripciones, ya sea por medio de la promesa de una recompensa (sanciones positivas)15 o por medio de la amenaza de una sanción (sanciones negativas).

La sanción jurídica, en su acepción negativa, es uno de los conceptos fundamentales del derecho. C. Nino (2001), partiendo del concepto kelseniano de sanción, señala las siguientes propiedades necesarias y suficientes del concepto: a) se trata de un acto coercitivo, un acto de fuerza efectiva y latente; b) tiene por objeto la privación de un bien (la libertad, la propiedad, el honor, etcétera); c) quien lo ejerce debe estar autorizado por una norma válida; y d) debe ser la consecuencia de una conducta de algún individuo (p. 168).

El seguimiento de normas implica la renuncia, al menos parcial, de la libertad de acción en diversas situaciones —incluyendo el servicio público—, ya que lo que el derecho pretende es que las personas modifiquen sus preferencias de conducta por otras que resulten más apropiadas para la vida en común. Por tanto, la sanción es una forma de respaldar esta función del derecho, no una mera reacción vengativa del poder coercitivo.

Lo anterior puede ser tomado como una primera dificultad a considerar en el escenario de la investigación de hechos de corrupción. La desindividualización de las acciones u omisiones, considerando responsable al Estado en general, es un obstáculo para frenar el avance de la impunidad de la corrupción, ya que de esta manera se diluye la cuestión de la responsabilidad sobre un resultado. Todos y nadie son responsables, al mismo tiempo, lo cual constituye un distractor para no iniciar procesos o procedimientos que permitan esclarecer los hechos y determinar la responsabilidad de las personas, así como para concretar mecanismos de reparación y prevención. Esto no quiere decir que la dimensión colectiva de la corrupción sea descartable o una cuestión menor; sin duda, se trata de una cuestión fundamental, sobre todo desde la perspectiva del derecho internacional de los derechos humanos que exige, de esta manera, acciones y propuestas integrales por parte de los Estados.

La segunda dificultad tiene que ver con la manera en la que se acentúa el problema de la verdad de los hechos en los casos de corrupción. Desde hace varias décadas ha sido denunciado por múltiples pensadores que en el ámbito jurídico existen grandes deficiencias para incorporar los hechos al razonamiento jurídico.16 Estas deficiencias pasan por una limitada forma de entender las cuestiones epistemológicas vinculadas con la verdad y su conocimiento, reduciéndolas a cuestiones normativas. En palabras de D. González (2008):


Científicos y jueces aspiran a conocer la realidad. Los científicos tratan de describir, explicar y predecir los hechos que ocurren en el mundo. Los jueces deben averiguar si realmente ocurrieron ciertos hechos para poder tomar sus decisiones y resolver los casos que se les presentan de acuerdo con los criterios previstos en el Derecho. La posibilidad de conocer la realidad es, por tanto, un presupuesto de la labor que unos y otros realizan, al menos tal y como normalmente se entiende esta labor. Pero mientras los filósofos de la ciencia se han ocupado exhaustivamente de la posibilidad de conocer el mundo y de los métodos para ello, los filósofos del Derecho, y los juristas en general, se han preocupado más por los problemas de interpretación de las normas que por los problemas de prueba. (p. 7)


Aunque tradicionalmente los profesionistas vinculados al mundo del derecho han estado preocupados casi de manera exclusiva por el análisis de las normas y los sistemas normativos —y, derivado de eso, por los problemas de justificación (motivación) vinculados a la reconstrucción de la premisa normativa del silogismo judicial— desde hace algún tiempo el foco de su atención se ha ido expandiendo hacia los hechos (los enunciados fácticos) y, más en concreto, a la reconstrucción de la premisa fáctica del razonamiento jurídico a partir del material probatorio presente en sede judicial. Este relativo nuevo interés por la prueba ha puesto de manifiesto complejidades que solo pueden identificarse sumando perspectivas y tomando consciencia de las particularidades contextuales.

Así, a las dificultades que en general plantea la prueba de los hechos habría que sumar aquellas que son específicas de las acciones u omisiones que generan corrupción. En este sentido, me parece que pueden subrayarse las siguientes dificultades específicas:


  1. La marginalidad de la prueba y de la verdad de los enunciados fácticos en el ámbito administrativo. Si bien la marginalidad de los hechos se encuentra presente en prácticamente todas las áreas del derecho, algunas de ellas, por ejemplo el ámbito penal, están mucho más familiarizadas con las actividades de investigación. La reforma constitucional sobre corrupción otorgó a las autoridades administrativas atribuciones para investigar y determinar la verdad de los hechos de corrupción. Sin embargo, el ámbito administrativo tradicionalmente ha estado mucho más abocado a la revisión de cuestiones de legalidad. Ahora, autoridades del órgano interno de control, según el artículo 100, se constituyen como autoridades investigadoras que deben integrar un Informe de Presunta Responsabilidad Administrativa (lgra, 2016). Asimismo, de acuerdo con el artículo 131, las autoridades resolutoras reciben la encomienda de valorar las pruebas de acuerdo con el sistema de libre valoración, regido por las reglas de la lógica, la sana crítica y de la experiencia (lgra, 2016). Es decir, los requerimientos de competencias investigativas y de argumentación en materia de hechos han aumentado en un área poco familiarizada con esto.
  2. Problemas de obtención de pruebas. En general, obtener medios de prueba para respaldar la probabilidad de verdad de los enunciados sobre hechos es complicado. En ello juegan muchos elementos como la identificación de los hechos relevantes, la tradicional distinción entre prueba directa e indirecta, los requisitos de ofrecimiento de pruebas, etcétera. Sin embargo, en el caso de hechos de corrupción hablamos de un ámbito en el que las conductas se llevan a cabo con especial premeditación y cautela. Es decir, en términos objetivos es muy difícil obtener pruebas que ofrezcan información exacta de lo que queremos saber porque existe un proceso de planeación minucioso en el que se procuró no dejar rastros perceptibles. Además, precisamente por esta cautela, se trata de hechos externos sometidos a pocas percepciones. Ya hay voces críticas respecto a que algunas exigencias en torno a la valoración racional de la prueba han de aplicarse tomando en cuenta la clase de delito y el contexto en el que se aplican. Así, por ejemplo, en delitos de violencia hacia las mujeres, los reparos ante el testimonio único, y con ello la necesidad de corroboración de la declaración de la víctima, tienen que ser revisados a la luz de la perspectiva de género. Esto es así porque esta exigencia puede estar operando en detrimento de las víctimas y reforzando un estereotipo sobre su falta de credibilidad (Gama, 2020: 295). En el ámbito de la corrupción cabría preguntarse de qué manera las particularidades del contexto deberían tenerse presentes en la justificación de la probabilidad de un hecho y en la suficiencia de ese grado de certidumbre (estándar de prueba).
  3. Problemas de encubrimiento de pruebas. Los hechos de corrupción pueden implicar actos aislados en los que un servidor público actúa en solitario. Sin embargo, debido al intercambio de beneficios que le es característico, con frecuencia se trata de redes complejas en las que intervienen varias personas pertenecientes a diversas instancias. El trabajo público consiste en una empresa cooperativa, así que es muy común que suela haber una cadena de acciones y omisiones de personas que van solapándose y encubriéndose entre sí. De esta forma ya no es solo que, por la naturaleza de los actos sea difícil conseguir pruebas relevantes, sino que hay una compleja red de ocultamiento que dificulta su investigación. De nuevo, cabría preguntarse de qué manera afecta esta situación a la posibilidad de tener por probado un hecho.


iv. Garantías y sanciones


Antes he desarrollado cómo las sanciones negativas cumplen un rol importante en el funcionamiento del derecho y que, derivado de ello, no pueden reducirse a la calidad de una mera reacción hostil por parte del Estado. Ahora bien, pese a este papel relevante, no podemos perder de vista que quizás el rasgo más característico de la sanción es que implica una privación de bienes. Esto es, entraña en algún sentido un daño para quien la recibe. Debido a la gravedad de lo anterior, la sanción tiene que ser precedida de un recorrido que garantice que la misma no será impuesta por mera arbitrariedad. De ahí la importancia del proceso o procedimiento que la antecede, ya que de la calidad de este depende que la sanción esté o no justificada. De otra forma se trataría de un mero ejercicio de fuerza, en tanto que las sanciones no cumplirían la lógica de responsabilidad que las dota de sentido en nuestros ordenamientos.

En definitiva, es la privación de bienes que envuelve la sanción la que requiere que, entre otras exigencias, solo aquellas personas que hayan incurrido en la acción o el incumplimiento del deber puedan ser justificadamente sancionadas. Estas exigencias que se erigen como condiciones de responsabilidad y de sancionabilidad17 se constituyen, por tanto, como garantías, entendidas como técnicas de tutela de derechos.

La relevancia del concepto de garantía ha sido recogida en el sofisticado proyecto del garantismo, una propuesta teórica formulada centralmente por L. Ferrajoli, referido a las técnicas de tutela de los derechos fundamentales que pueden ser aplicadas a distintos ámbitos del derecho. En palabras del autor:


En general, se hablará de garantismo para designar el conjunto de límites y vínculos impuestos a todos los poderes —públicos y privados, políticos (o de las mayorías) y económicos (o del mercado), a nivel estatal y a nivel internacional–— con el fin de tutelar, mediante la sujeción a la ley y, en especial, a los derechos fundamentales que en ella se establecen, tanto las esferas privadas contra los poderes públicos como la esfera pública contra los poderes privados. (Ferrajoli, 2018: 23)


La perspectiva garantista, por tanto, tiene por objeto procurar el ejercicio legítimo del poder. De ahí que sea una perspectiva especialmente relevante para el ámbito sancionador, ya que la privación de bienes que le es intrínseca implica un desbalance de poder. Incluso en el supuesto de servidores públicos siendo sujetos de una investigación para determinar su responsabilidad, estos ocupan la posición más vulnerable, pues pueden recibir una sanción que se hará efectiva con los medios del derecho.

De acuerdo con Ferrajoli (2018), las garantías implican la protección de expectativas de obligaciones de prestación o de prohibiciones de lesión —garantías positivas y negativas—. Las garantías primarias o sustanciales son aquellas que se refieren a las obligaciones o prohibiciones que corresponden a derechos subjetivos. Por su parte, las garantías secundarias o jurisdiccionales corresponden a las obligaciones de los órganos judiciales para aplicar sanciones o declarar la nulidad en los supuestos de ilicitud o de invalidez de actos que suponen una vulneración a los derechos y, por tanto, la violación a las garantías primarias.

Así, en el ámbito del derecho penal, por ejemplo, el garantismo penal se erige como un modelo que protege los derechos a la vida, a la integridad y a la libertad personal contra el poder punitivo. Las garantías penales y procesales son, por tanto, garantías negativas que prohíben la lesión de bienes por parte del poder punitivo, excepto cuando dicha intervención se apega a una serie de límites y exigencias estrictas, cuya observancia autoriza que se pueda imponer una sanción. Estos límites serán garantías sustantivas como los principios de estricta legalidad, de lesividad, de materialidad y culpabilidad; así como garantías procesales y orgánicas como la contradicción, la paridad entre acusación y defensa, la presunción de inocencia, la carga de la prueba en la acusación, la oralidad y publicidad en el proceso, entre otras (Ferrajoli, 2008: 28). Estos límites que protegen los derechos de intervenciones indebidas no poseen solo una finalidad normativa de protección de derechos, sino también un objetivo epistemológico. Se trata de una serie de pasos encaminados a la comprobación de la hipótesis acusatoria. Una persona no puede ser sancionada por la mera voluntad de la autoridad en turno o porque así lo exija una mayoría. La única razón válida para ser sancionado es que, en efecto, se tenga por probado el enunciado sobre hechos que comprenda la hipótesis de responsabilidad.

El modelo garantista —la epistemología garantista— básicamente sostendría, entonces, el elemento de la definición legislativa —o principio de estricta legalidad— y el de comprobación —o cognoscitivismo procesal— en la determinación de la desviación, los cuales se corresponden a las garantías penales y procesales:


El presupuesto de la pena debe ser la comisión de un hecho unívocamente descrito y denotado como delito no solo por la ley, sino también por la hipótesis de la acusación, de modo que resulte susceptible de prueba o de confutación judicial... Al propio tiempo, para que el juicio no sea apodíctico, sino que se base en el control empírico, es preciso también que las hipótesis acusatorias, como exige la segunda condición, sean concretamente sometidas a verificación y expuestas a refutación, de forma que resulten convalidadas sólo si resultan apoyadas por pruebas y contrapruebas… (Ferrajoli, 1995: 37)


Lo antes señalado, aunque referido al ámbito penal, es perfectamente aplicable para el supuesto de la responsabilidad administrativa, especialmente cuando hablamos de las faltas graves que implican a la instancia jurisdiccional. Las garantías primarias y secundarias han de estar presentes porque son una forma de limitar el poder coactivo del Estado. Las sanciones previstas por la Ley General de Responsabilidades Administrativas suponen una vulneración a los bienes de las personas, por lo que no pueden ser impuestas por mera arbitrariedad. Estas han de ser resultado de un proceso en el que se protejan los derechos de las personas —apegándose al principio de legalidad, exigiendo que las faltas estén descritas de manera adecuada, prohibiendo la presentación de medios de prueba que hayan sido obtenidos de manera ilícita, etcétera— al tiempo que ello permita realizar una investigación orientada a conocer la verdad de los hechos contemplando instancias de investigación, permitiendo que distintos medios de prueba se integren al procedimiento, estableciendo un sistema de valoración de pruebas y un estándar de prueba adecuado, etcétera.


v. Garantismo y corrupción


Hasta ahora he intentado mostrar cómo cualquier procedimiento cuyo resultado sea la imposición de una sanción debe ser garantista, en el sentido de proteger que el individuo no sea objeto de una falta no prevista y de que su conducta sea revisada por un procedimiento minucioso que permita la verificación del enunciado sobre hechos en el que se sostiene la premisa fáctica del razonamiento. De nuevo, cualquier procedimiento que suponga un desbalance de poder entre quien es acusado de una falta y quien tiene la posibilidad de imponer coactivamente una sanción, tiene que procurar garantías primarias y secundarias.

En este sentido, la Ley General de Responsabilidades Administrativas ha establecido un marco para sus procedimientos que corresponden con dichas garantías. Así, por ejemplo, en el artículo 111 se establece que el procedimiento de responsabilidad administrativa debe observar los principios de legalidad, presunción de inocencia, imparcialidad, objetividad, congruencia, exhaustividad, verdad material y respeto a los derechos humanos (lgra, 2016). Es decir, se contemplan garantías primarias y secundarias.

Esta orientación ha sido respaldada por diversos criterios jurisprudenciales que han ido modelando un derecho administrativo sancionador garantista que toma como referencia al garantismo penal, precisamente debido a las coincidencias ya señaladas.18 El proceso penal, de acuerdo con el Código Nacional de Procedimientos Penales (2008), se caracteriza por ser acusatorio y oral, estableciendo la necesidad de observar los principios de publicidad, contradicción, continuidad, concentración, inmediación, igualdad ante la ley, igualdad entre las partes, juicio previo y debido proceso, presunción de inocencia y prohibición de doble enjuiciamiento. Si bien algunos de estos principios se refieren en específico a la dinámica del proceso, las cuestiones sustantivas funcionan como límites para otros procedimientos cuya consecuencia es el establecimiento de una sanción.

Así, es posible afirmar que el procedimiento administrativo sancionador se ha ido construyendo tomando como referencia al proceso penal; sin embargo, dicha equiparación requiere una reflexión crítica respecto a las particularidades de este procedimiento y a las dificultades específicas de los hechos de corrupción. En este sentido, propongo dos reflexiones: la primera orientada a algunas interrogantes respecto a la posibilidad de equiparar por completo ambas vías; la segunda sobre un blindaje al procedimiento sancionador que quizás esté injustificado, y termine convirtiéndose en un impedimento para sancionar en este ámbito.

Respecto a la primera cuestión, la reflexión que quiero avanzar tiene que ver con que, aun tratándose de áreas que resienten la potestad punitiva del Estado, en el caso de la responsabilidad de servidores públicos el desbalance en la relación no es el mismo que en la responsabilidad del ciudadano común. Es decir, en la primera no se trata de una relación ciudadano versus Estado, sino que él mismo forma parte de la función pública, tiene atribuciones y contribuye o entorpece la consecución de los intereses comunes. De hecho, es esta misma condición de servidor público la que justifica que se haya creado un régimen específico para revisar su desempeño, además del esquema de delitos de corrupción que también se contempla en el ámbito penal.

En el caso del derecho penal, uno de sus principios fundantes consiste en el compromiso por castigar al culpable y absolver al inocente. Por ello, hay una apuesta valorativa respecto a que es preferible absolver a un culpable que castigar a un inocente. El riesgo del castigo es demasiado alto.19 En el caso de la responsabilidad del servidor público, las sanciones previstas para faltas graves son: (1) suspensión del empleo, cargo o comisión (de 30 a 90 días); (2) destitución del empleo, cargo o comisión; (3) sanción económica; e (4) inhabilitación temporal para desempeñar empleos, cargos o comisiones en el servicio público y para participar en adquisiciones, arrendamientos, servicios u obras públicas (máximo 10 años). Esto es, en términos objetivos las sanciones previstas en el derecho sancionador implican la lesión de bienes de menor jerarquía de los que están en juego en el ámbito penal. Esto no quiere decir que no impliquen un daño, sino que ese daño —y el riesgo del daño derivado de una decisión injusta— es menor.

Esto me lleva a la segunda cuestión. La distribución del error en el ámbito penal —basada en esta preferencia normativa por un culpable absuelto— justifica una serie de decisiones para reforzar en su grado más alto la posibilidad de un castigo. El umbral para asignar responsabilidad y sancionar debe ser el mayor posible para reducir el riesgo de arbitrariedad. Cabe cuestionarse si esa distribución del error aplica también para el ámbito sancionador, al grado de adoptar también las máximas exigencias de comprobación.

En el ámbito penal se establece un sistema de libre valoración de la prueba y se indica que solo será posible condenar al acusado si se llega a la convicción de su responsabilidad más allá de toda duda razonable; en caso contrario, corresponde absolver al imputado. En el ámbito administrativo, se prevé que las pruebas deben ser valoradas atendiendo a las reglas de la lógica, la sana crítica y de la experiencia (sistema de libre valoración de la prueba) y que toda persona señalada como responsable de una falta administrativa tiene el derecho de que se presuma su inocencia hasta que no se demuestre, más allá de toda duda razonable, su culpabilidad. Es decir, para el ámbito administrativo se prevé el mismo estándar de prueba que, en el caso penal, se justifica por un principio fundante del derecho penal que deriva de la naturaleza de las sanciones que prevé y de la necesidad de limitar el poder punitivo.

No pretendo sostener que en el ámbito administrativo sancionador las autoridades judiciales deban ser más laxas o arbitrarias, solo poner sobre la mesa estas diferencias y llamar la atención sobre una justificación que debe robustecerse a la par que se toman decisiones al nivel operativo del ámbito administrativo sancionador. La preocupación por el desbalance de la relación entre servidor público versus Estado, con la menor gravedad de las sanciones previstas para este ámbito, refuerzan la necesidad de reflexionar sobre las dificultades anotadas anteriormente.


vi. Conclusiones


La gravedad de las sanciones involucradas en el ámbito administrativo sancionatorio justifica que se prevea para esta área un estándar de prueba alto, el principio de presunción de inocencia en sus distintas dimensiones, así como la exigencia por dar cuenta de la argumentación que da lugar a la decisión, incluyendo la deliberación racional respecto a cómo se prueban los hechos. Sin embargo, habrá que tomar en cuenta que, dadas las problemáticas envueltas en los hechos de corrupción se requiere ahondar en varias cuestiones.

Este trabajo no pretende concluir una propuesta concreta de modificaciones jurídicas y diseños institucionales, sino advertir sobre una reflexión normativa —de deber ser— pendiente, respecto a la necesidad de robustecer la fundamentación del ámbito administrativo sancionador de manera independente. Esto es, que no pase solo por la adopción de las garantías, ampliamente fundamentadas, en el ámbito penal.

Al respecto, destaco las siguientes reflexiones como orientaciones para avanzar en dicho proyecto: (1) una revisión, desde sus fundamentos, del ámbito administrativo sancionador; (2) un desarrollo de las capacidades argumentativas —tanto en la cuestión normativa, como en la fáctica— de las autoridades investigadoras y sustanciadoras; (3) un involucramiento de la autoridad jurisdiccional no como mero árbitro que resuelve un conflicto, sino con un rol activo con poderes probatorios dispuestos a la búsqueda de la verdad; (4) la reflexión de los criterios de valoración de la prueba a la luz de las dificultades de obtener medios de prueba variados que exijan inferencias probatorias simples; y (5) la posible elección de un estándar de prueba menor que en el ámbito penal posibilite la imposición de sanciones y el combate a la corrupción, sin que ello implique arbitrariedad en las decisiones.


vii. Fuentes de consulta


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1 Con esta afirmación sigo a R. Vázquez (2007) respecto a que la corrupción tiene un carácter permanente, lo que implica que no es un fenómeno privativo de los regímenes dictatoriales o autoritarios o de los regímenes políticos no evolucionados o desarrollados.

2 Por ejemplo, proyectos que intentan medir los costos de la impunidad —una forma de corrupción— como: https://creatura.mx/costosdelaimpunidad/index.php/los-costos-de-la-impunidad/

3 Estoy haciendo referencia a las reformas en materia de combate a la corrupción de 2015 y las leyes secundarias de 2016 que dieron vida al Sistema Nacional Anticorrupción. Sistema Nacional Anticorrupción (2018). Recuperado de: https://www.gob.mx/sfp/acciones-y-programas/sistema-nacional-anticorrupcion-64289

4 "What is corruption". Transparency corruption (2022). Recuperado de: https://www.transparency.org/en/what-is-corruption

5 Tal y como indica D. Vázquez (2018), hay dos tipos de indicadores para mirar la corrupción: los subjetivos y los objetivos. Los subjetivos tienen que ver con la percepción de la gente con respecto a la corrupción realizada por un determinado órgano (por ejemplo, la policía, los jueces, el gobierno, los partidos). Y los objetivos dan cuenta de hechos específicos de corrupción (por ejemplo, la cantidad de dinero desviado o de sobornos pagados) (p. 141).

6 Corruption Perceptions Index (2021). Transparency corruption. Recuperado de: https://www.transparency.org/en/cpi/2021/index/mex

7 Global Corruption Barometer, Latin America & the Caribbean-Citizens’ Views and Experiences of Corruption (2019). Recuperado de: https://images.transparencycdn.org/images/2019_GCB_LatinAmerica_Caribbean_Full_Report_200409_091428.pdf

8 Corruption Perceptions Index, Global Highlighs (2019). Recuperado de: https://www.transparency.org/en/news/cpi-2019-global-highlights

9 El término “anomia”, si bien se emplea en un sentido ordinario como “sociedades sin ley”, tiene un sentido más específico en el ámbito de la sociología. El término fue acuñado por É. Durkheim (1987) y hace referencia a una escisión en la relación entre los individuos y los procesos sociales, ocasionando una falta de interacción social que finalmente desemboca en la obtención de resultados sociales repetidos ineficaces. La anomia en esta concepción solo se entiende asociándola a la concepción sobre la integración social, ya que Durkheim consideró que esta integración constituye la condición para la existencia de la sociedad y la vida social; su ausencia sería la anomia y destruye la posibilidad de dicha sociedad.

10 Es necesario tener presentes algunas advertencias sobre los casos que pueden ser invisibilizados por un concepto en estos términos. Tal y como señala H. Seleme (2017), el enfoque tradicional no permite identificar como casos de corrupción, por ejemplo, la implementación de políticas públicas que generan desigualdades sociales o de políticas públicas motivadas por prejuicios (lo cual no genera un beneficio personal identificable), casos en los que se incumplen deberes posicionales solo con el afán de permanecer en el cargo o la adopción de medidas que solo benefician a quien las emite (no hay un intercambio de beneficios), entre otras (p. 115).

11 De acuerdo con los resultados más recientes de la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública en México (envipe) del 2021, en el año 2020 se estimó un total de 21.2 millones de víctimas de 18 años y más, representando una tasa de 23 520 víctimas por cada 100 000 habitantes. De esa estimación, sin embargo, se denunció solo el 10.1% de los delitos ocurridos. De ese 10.1% de casos, se inició una carpeta de investigación en el 6.7% —aunque el 48.4% de los casos no prosperaron—, por lo que la cifra negra de delitos no denunciados o sin inicio de carpeta de investigación fue del 93.3% (inegi, 2020). Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública en México (2021). Recuperado de: https://www.inegi.org.mx/contenidos/programas/envipe/2021/doc/envipe2021_presentacion_nacional.pdf

12 Informe final del Comité Asesor del Consejo de Derechos Humanos sobre las consecuencias negativas de la corrupción en el disfrute de los derechos humanos (2015). Recuperado de: https://documents-dds-ny.un.org/doc/UNDOC/GEN/G15/000/58/PDF/G1500058.pdf?OpenElement

13 Aunque es una idea común en nuestros sistemas jurídicos que la función de la prueba consiste en el establecimiento de la verdad de los hechos, sin embargo, dicha afirmación no está libre de controversias. Tal y como puso de manifiesto M. Taruffo (2005), hay distintas concepciones sobre el problema de la determinación de la verdad en el proceso –comenzando por el esclarecimiento del concepto de verdad de los hechos–, las cuales inciden en la propia concepción sobre la prueba. Algunas implican que se ponga en discusión la relación medio-fin que normalmente se identifica en la conexión entre prueba y verdad judicial. Por ejemplo, la concepción que sostiene que la prueba es un sin sentido, algo que no existe –concepción irracionalista de la decisión judicial–, no puede sostener coherentemente dicha relación.

14 En este sentido, sobre las normas que establecen deberes o prohibiciones (normas de mandato) Atienza y Ruiz (2007) establecen lo siguiente: “En las normas de mandato, esta función de guía de conducta se lleva a cabo estipulando, bien la obligación de realizar una determinada acción p en un determinado caso q (o, lo que es lo mismo, la prohibición de omitir realizar p en q), bien la prohibición de realizar p en q (o, lo que es lo mismo, la obligación de omitir p en q. Esto es, las normas de mandato, que pueden expresarse bajo la forma de obligaciones o de prohibiciones, ordenan, bien realizar una determinada acción, bien omitirla y, así, deslindan la esfera de lo lícito de la de lo ilícito)” (pp. 115 y 116).

15 Sobre la función promocional del derecho y las sanciones positivas, J. Pérez (2000) propone distinguir entre el fin a promocionar y las técnicas o medios promocionales y, luego, distinguir aquellos que consisten en incentivar o motivar conductas y aquellos que no lo hacen directamente. En este sentido, el autor propone diferenciar cuatro conceptos básicos: premio puro, promesa de premio, incentivo puro y facilitación.

16 Autores como M. Taruffo (2005), J. Ferrer (2007), J. Nieva (2010), S. Haack (2014), C. Vázquez (2015), G. Ubertis (1995), D. González (2018), L. Laudan (2013), entre muchos otros, han realizado importantes aportaciones en este sentido.

17 Tal y como sostiene H. Hart (2008), los criterios de responsabilidad normalmente se agrupan en tres clases: 1- condiciones mentales o psicológicas; 2- criterios de conexión causal u otras formas de conexión entre el acto y el daño; y 3- criterios sobre las relaciones entre el agente y el individuo susceptible de ser castigado o de pagar por los actos de otros (pp. 217 y 218). La satisfacción de estos criterios da lugar a la sancionabilidad, es decir, legitiman la imposición de una sanción. Asimismo, P. Larrañaga (2004) distingue entre reglas de responsabilidad (que aluden a las reglas que establecen las condiciones para imputar sanciones a los individuos, distintas de la violación de la norma de conducta), sistemas de responsabilidad (que se refieren a las normas de conducta y las reglas de responsabilidad), y los juicios de responsabilidad (que aluden al resultado de contrastar una acción con un sistema de responsabilidad) (pp. 198-201).

18 Por ejemplo: “Responsabilidad administrativa de funcionarios públicos. Son aplicables supletoriamente las disposiciones del Código Federal de Procedimientos Penales” (Tesis I.7o.A., Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, Novena Época, t. XIII, febrero de 2001, página 1701); “Responsabilidad de los servidores públicos. El Código Federal de Procedimientos Penales y, en su caso, el Código Penal Federal, son aplicables supletoriamente a todos los procedimientos que establece la ley federal relativa” (Tesis 2a./J. 60/2001, Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, Novena Época, t. XIV, diciembre de 2001, página 279); “Derecho administrativo sancionador. Para la construcción de sus propios principios constitucionales válido acudir de manera prudente a las técnicas garantistas del Derecho penal, en tanto ambos son manifestaciones de la potestad punitiva del estado” (Tesis P./J. 99/2006, Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, Novena Época, t. XXIV, agosto de 2006, página 1565); “Presunción de inocencia. Este principio es aplicable al procedimiento administrativo sancionador, con matices o modulaciones” (Tesis P./J. 43/2014 (10a.), Gaceta del Semanario Judicial de la Federación, Décima Época, l. 7, t. I. junio de 2014, página 41); “Normas de Derecho administrativo. Para que les resulten aplicables los principios que rigen al Derecho penal, es necesario que tengan la cualidad de pertenecer al derecho administrativo sancionador” (Tesis 2a./J. 124/2018 (10a.), Gaceta del Semanario Judicial de la Federación, l. 60, t. II, noviembre de 2018, página 897); “Procedimiento de responsabilidad resarcitoria. Al cumplir los requisitos para considerarlo parte del Derecho administrativo sancionador, le son aplicables los principios de tipicidad y presunción de inocencia, por lo que la carga de la prueba sobre el daño o perjuicio causado al erario recae en la autoridad fiscalizadora” (Tesis PC.I.A. J/159 A (10a.), Gaceta del Semanario Judicial de la Federación, Décima Época, l. 77, t. VI, agosto de 2020, página 5530); “Presunción de inocencia. Tal principio en su vertiente de regla probatoria es inaplicable en el procedimiento de responsabilidades resarcitorias” (Tesis 2a./J. 45/2020 (10a.), Gaceta del Semanario Judicial de la Federación, Décima Época, l. 79, t. I, octubre de 2020, página 801).

19 Los castigos pueden entenderse como sanciones negativas que resultan de la acción u omisión de una persona que transgrede una norma jurídica que protege bienes especialmente valiosos; son actos coercitivos administrados intencionalmente por una autoridad constituida por el sistema jurídico transgredido; involucran una privación de bienes prima facie inalienables; y poseen una pretensión de justificación que es especialmente fuerte por la relevancia de los bienes involucrados (Torres, 2020).