Delitos sin víctimas: moralidad y derecho penal * Oscar Daniel Castañeda Delgado * * Maestro en Derecho Penal por la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Correo electrónico: danielcastadel@gmail.com |
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Delito Víctima Delitos sin víctimas Moralidad Derecho penal |
• Crime • Victim • Victimless crimes • Morality • Criminal law |
• Revista Mexicana de Ciencias Penales número 19 • enero-abril 2023 • Paginación de la versión impresa: 47-70 • Página web: https://revistaciencias.inacipe.gob.mx/index.php/02/index • e-ISSN: 2954-4963 • Fecha de recepción: 26 de agosto de 2022 • Fecha de aceptación: 18 de octubre de 2022 • DOI: 10.57042/rmcp.v6i19.595 Esta obra está bajo una licencia internacional Creative Commons Atribución 4.0. |
Resumen: Los delitos sin víctimas son intercambios voluntarios de bienes y servicios entre adultos, fuertemente demandados y que están legalmente proscritos. Algunos ejemplos de estos delitos son la prostitución, el tráfico de drogas, los juegos de azar y la pornografía. La inexistencia de una víctima y la falta de un bien jurídico identificable sirven como base para afirmar que la justificación del Estado para penalizar estas conductas radica en su inmoralidad, lo que atenta contra el principio de ultima ratio, pues la función del derecho penal es la protección de bienes jurídicos y no la de legislar moralidad. Por este motivo, concluimos que se está limitando arbitrariamente la libertad personal de los ciudadanos, y, por tanto, estas conductas deben ser despenalizadas.
Abstract: Crimes without victims are the willing exchange of goods and services among adults, that are strongly demanded and legally proscribed. Some examples of these crimes are prostitution, drug dealing, gambling and pornography. The non-existence of a victim and the lack of an identifiable legal right is the basis to affirm that the justification of the State to criminalize these behaviors lies in its immorality, which violates the principle of ultima ratio, since the function of Criminal law is the protection of legal assets, and not that of legislating morality. For this reason, we conclude that personal freedom of citizens is being arbitrarily limited, and therefore these behaviors should be decriminalized.
Sumario
I. Introducción. II. El delito. III. La víctima. IV. ¿Existen delitos sin víctimas? V. ¿Qué son los delitos sin víctimas? VI. Moralidad y derecho penal. VII. Conclusiones. VIII. Fuentes de consulta.
I. Introducción
Nuestra sociedad está sujeta a constantes cambios. Conforme el ser humano evoluciona, la sociedad se va adaptando a sus necesidades. Prueba de ello es la tecnología, que en la época actual hace posible la intercomunicación a nivel mundial, cosa que en el pasado parecía imposible. De igual manera, los sistemas que rigen a nuestra sociedad están sujetos a estos cambios; en el caso del derecho penal, este se transforma constantemente para proteger los bienes jurídicos de las personas, conforme lo demandan sus necesidades.
Según la doctrina mayoritaria, la función del derecho penal es la protección de los bienes jurídicos y el mantenimiento del orden social mediante la aplicación de normas que regulan la conducta de los individuos en aras de mantener este equilibrio. Para lograr ese propósito, el derecho penal se encarga de elaborar un catálogo de conductas que son establecidas como delitos y que marca la pauta en la manera de actuar de las personas, ya que quien lleva a cabo alguna de estas se vuelve acreedor de una sanción.
Sin embargo, nuestra sociedad acata de manera automática estos ordenamientos, sin detenernos a pensar cuál fue el criterio del legislador al imponer sanciones a esas conductas, pues se entiende, de manera general, que esta forma de actuar impuesta por la autoridad es la correcta.
Por este motivo, se plantea el siguiente cuestionamiento: ¿qué sucede cuando un sistema jurídico, al intentar mantener el orden en la sociedad, comienza a limitar de manera arbitraria la conducta de los individuos? Probablemente, surgen controversias acerca de qué conductas es necesario regular y qué conductas no o cuál es la forma correcta o incorrecta de actuar por parte del Estado al buscar el equilibrio social. En términos de derecho penal, se hablaría acerca de qué conductas deben ser tipificadas por la ley y qué conductas deben ser permitidas.
El presente artículo surge de la necesidad de estudiar algunas contradicciones del derecho penal, pues ciertamente existen conductas establecidas en la ley como delitos en las que no es posible identificar a una víctima directa, y, en algunos casos, determinar cuál es el bien jurídico que se ha visto vulnerado resulta difuso y complejo. A estas conductas se les denomina delitos sin víctimas.
Es necesario aclarar que este término es extraoficial, ya que así ha sido adoptado del sistema anglosajón, en donde fue acuñado por primera vez en 1965 por Edwin M. Schur en su obra Crimes Without Victims. Sin embargo, ha sido traducido al idioma español como delitos sin víctimas, pese a la marcada diferencia que existe entre los conceptos de crimen y delito. Como consecuencia, se ha generado un debate entre quienes afirman que no es posible la existencia de un delito sin víctimas, y quienes afirman no solo que esto es posible, sino que además estas leyes deben despenalizarse por considerar que son invasivas a la libertad personal de los ciudadanos.
Por este motivo, es preciso desarrollar los conceptos básicos de delito y de víctima para entender la relación que guardan entre sí. Posteriormente, estudiaremos los delitos sin víctimas desde la perspectiva de distintas ramas, pues este es un fenómeno que abarca a la filosofía, la sociología, la criminología y, por su puesto, al derecho. Finalmente, nos pronunciaremos respecto de la despenalización de estas conductas, tomando como punto de partida la lesividad y peligrosidad social de las mismas, pues tampoco se busca promover cualquier tipo de conductas inmorales o violentas que pudieran generar caos en la sociedad.
II. El delito
La palabra delito deriva del verbo latino delicto o delictum, supino del verbo delinquo, delinquiere, que significa desviarse, resbalar, abandonar, abandono de la ley (Reynoso, 2006: 21). En un sentido jurídico, puede definirse al delito como “toda conducta que el legislador sanciona con una pena” (Muñoz y García, 2010: 201-202). Sin embargo, este concepto puramente formal no define los elementos que debe tener una conducta para ser castigada con una pena. En un sentido material, el concepto de delito es más complejo, pues es previo al derecho positivo y en él se deben desglosar las categorías que, según la doctrina mayoritaria, son comunes a todos los delitos: conducta, tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad.
La conducta es la primera categoría del delito y es también conocida como acción o comportamiento humano, pues, en principio, solo los comportamientos humanos pueden ser constitutivos de delitos. Según Roxin (1997), “acción es una conducta humana significativa en el mundo exterior, que es dominada o al menos dominable por la voluntad” (p. 194). Esta conducta humana se manifiesta en la realidad como acciones u omisiones.
Mientras que la acción es el comportamiento humano voluntario, la omisión puede ser considerada la antítesis de la acción, y se divide en omisión simple y comisión por omisión. La omisión simple consiste en la infracción de un deber de actuar, pues omite un comportamiento solo quien tiene el deber jurídico de realizarlo (Muñoz y García, 2010: 241). En cambio, la comisión por omisión consiste en la no evitación de un resultado cuando el autor tiene la posición de garante respecto del bien jurídico protegido (Mir, 2006: 312-313). Asimismo, existen supuestos en los que se verifica una ausencia de conducta, la cual (a diferencia de la omisión) se da cuando el sujeto despliega una acción que no ha sido voluntaria. Como causas de ausencia de conducta se encuentran los estados de inconciencia, los movimientos reflejos y la fuerza irresistible.
En consecuencia, solo cuando una conducta (acción u omisión) se realiza de manera voluntaria y está descrita en la ley penal como delito, tendrá relevancia para el derecho penal, pues de otro modo no puede sujetarse a la valoración de las demás categorías del delito. Por lo tanto, si el sujeto actuó bajo una de las causas de ausencia de conducta, no es necesario comprobar si ese supuesto coincide con algún tipo penal descrito en la ley, pues su actuar queda excluido de toda responsabilidad penal.
Como segunda categoría del delito tenemos a la tipicidad. Para entender este concepto, primero es indispensable definir al tipo penal. Este último consiste en las descripciones de delitos que se encuentran contenidas en el Código Penal, como pueden ser las lesiones, el homicidio, el robo o el fraude, por citar algunos ejemplos. Por tanto, tipicidad “es la adecuación de un hecho cometido en la realidad, a la descripción que de ese hecho se hace en la ley penal” (Muñoz y García, 2010: 251).
De esta manera, únicamente las conductas que coinciden con los preceptos descritos en el Código Penal son típicas y pueden ser sancionadas. Por el contrario, las conductas que no se encuentran descritas en la ley son atípicas y están libres de sanción. Son causas de atipicidad la ausencia de alguno de los elementos básicos del tipo y el error de tipo.
La antijuridicidad es la tercera categoría del delito, y consiste en “la constatación de que el hecho producido es contrario a derecho, injusto o ilícito” (Muñoz y García, 2010: 299). A su vez, esta se divide en los sentidos formal y material: el primero consiste en la contradicción del hecho típico con el ordenamiento jurídico; el segundo, en la lesión o puesta en peligro del bien jurídico como consecuencia de ese hecho (Mir, 2006).
Una conducta típica será antijurídica únicamente cuando no concurra a su favor una causa de justificación, que puede proceder de todo el ordenamiento jurídico y no solo del derecho penal (Roxin, 1997). Las causas de justificación que excluyen a la antijuridicidad son la legítima defensa, el estado de necesidad justificante, el ejercicio de un derecho y el cumplimiento de un deber.
Tanto la tipicidad como la antijuridicidad se engloban en el concepto de injusto penal. De este modo, quien comete una acción típica sin tener a su favor una causa de justificación se habrá comportado de forma ilegal. Por el contrario, si el comportamiento típico se encuentra amparado por una causa de justificación, es legal (Roxin, 2008).
Como cuarta categoría del delito está la culpabilidad, y podemos definirla como “el juicio de reproche que se dirige en contra del sujeto activo de un delito, en virtud de haber ocasionado una lesión o puesta en peligro de un bien jurídico, no obstante que tenía otras posibilidades de actuación menos lesivas o dañinas del bien jurídico” (Plascencia, 1998: 158-159).
Para que una conducta típica y antijurídica sea considerada culpable, debe podérsele reprochar a su autor, y para esto es necesario que concurran los distintos elementos de la culpabilidad, que son los siguientes: la imputabilidad, que es la capacidad del sujeto para ser motivado por la norma; la conciencia de la antijuridicidad, que consiste en el conocimiento previo de que su comportamiento estaba prohibido; y la exigibilidad de una conducta diferente, que se refiere a la suficiente motivación del autor del hecho antijurídico (Berdugo, 2004).
Las causas de inculpabilidad son la inimputabilidad, el estado de necesidad disculpante, el error de prohibición invencible y la inexigibilidad de una conducta diferente. La diferencia entre falta de antijuridicidad y falta de culpabilidad (o entre causas de justificación y causas de exculpación) consiste en que una conducta justificada es reconocida como legal por el legislador, es decir, está permitida; por el contrario, una conducta exculpada sigue estando prohibida, únicamente no se castiga (Roxin, 1997).
Existe otra categoría que es la punibilidad, que consiste en la amenaza establecida en el tipo penal por la comisión del delito y es la consecuencia que deriva de una conducta típica, antijurídica y culpable. Sin embargo, la mayoría de los autores coinciden en que no es un elemento del delito, sino una consecuencia del mismo y, por tanto, no forma parte de sus elementos.
Una vez dicho todo lo anterior, es posible definir al delito como “la conducta (acción u omisión) típica, antijurídica, culpable y punible” (Muñoz y García, 2010: 205). Es importante destacar que las categorías aquí esbozadas guardan un estricto orden secuencial de carácter inalterable, pues de lo contrario estaríamos imposibilitados para realizar un análisis sistemático que nos permita determinar si se cometió o no un delito. De esta manera, solo después de encuadrar la tipicidad de la conducta podemos analizar la antijuridicidad y finalizar nuestro estudio con la culpabilidad; de igual modo, si no logramos superar la tipicidad, no podríamos seguir avanzando a las demás categorías.
III. La víctima
La palabra víctima proviene del latín victima, y significa persona o animal sacrificado o que se destina al sacrificio (rae, 2022). Como la víctima era sacrificada al retorno de la victoria, basan su significado en la palabra vincire, que significa atar (Rodríguez, 2020). Bajo esta acepción, se consideraba víctima a cualquier ser vivo que estaba destinado al sacrificio, pues esta práctica era común en las culturas más antiguas como parte de sus rituales religiosos. En una concepción actual se ha excluido a los animales de esta definición.
Desde la perspectiva criminológica, Rodríguez Manzanera (2020) define a la víctima como “el sujeto que padece un daño por culpa propia, ajena o por causa fortuita” (p. 65). Por su parte, Marchiori (2015) nos dice que víctima es “la persona que padece la violencia a través del comportamiento del individuo —delincuente— que transgrede las leyes de su sociedad y cultura” (p. 2).
En victimología, Mendelsohn (1981) define a la víctima como “el hecho biológico, psicológico, social o mixto, proveniente de la relación antagonista de la pareja penal (infractor-víctima), sancionado por las leyes represivas” (p. 24). Von Henting (1972) agrega un elemento interno (o subjetivo) al referirse a la víctima como “la persona lesionada objetivamente en alguno de sus bienes jurídicos directamente protegidos y que experimentan subjetivamente el daño con malestar o dolor, aclarando que para ser jurídicamente una víctima no es necesario serlo moralmente” (p. 544).
En sociología, Pratt Fairchild (1997) afirma que víctima es “la persona sobre quien recae la acción criminal o sufre en sí misma, en sus bienes o en sus derechos, las consecuencias nocivas de dicha acción” (p. 311).
Por su parte, la Declaración sobre los principios fundamentales de la justicia para víctimas del delito y del abuso del poder, proclamada el 29 de noviembre de 1985, por la Asamblea General de la onu, define a la víctima de la siguiente manera:
A) LAS VÍCTIMAS DE DELITOS
Artículo 1°. Se entenderá por “víctimas” las personas que, individual o colectivamente, hayan sufrido daños, inclusive lesiones físicas o mentales, sufrimiento emocional, pérdida financiera, o menoscabo sustancial de los derechos fundamentales, como consecuencia de acciones u omisiones que violen la legislación penal vigente en los Estados miembros, incluida la que proscribe el abuso de poder.
Artículo 2°. Podrá considerarse “víctima” a una persona, con arreglo a la presente Declaración, independientemente de que se identifique, aprehenda, enjuicie o condene al perpetrador e independientemente de la relación familiar entre el perpetrador y la víctima. En la expresión “víctima” se incluye, además, en su caso, a los familiares o personas a cargo que tengan relación inmediata con la víctima directa y a las personas que hayan sufrido daños al intervenir para asistir a la víctima en peligro o para prevenir la victimización.
B) LAS VÍCTIMAS DEL ABUSO DE PODER
Artículo 18°. Se entenderá por víctimas las personas que, individual o colectivamente, hayan sufrido daños, incluidos lesiones, físicas o mentales, sufrimiento emocional, pérdida financiera o menoscabo sustancial de sus derechos fundamentales, como consecuencia de acciones u omisiones que no lleguen a constituir violaciones del derecho penal nacional, pero violan normas internacionalmente reconocidas relativas a los derechos humanos. (cndh, 1985)
Para el derecho penal, la víctima del delito es la persona física o moral que sufre un daño por causa de una conducta, acción u omisión sancionada por las leyes penales. Conforme a esta doctrina, la víctima es comúnmente percibida como el sujeto pasivo del delito, mientras que al delincuente se le denomina sujeto activo, y presupone la coexistencia de ambos para poder encuadrar la conducta como delictiva (Malváez, 2008).
Respecto a esto último, Yebra Núñez (2002) afirma que no es preciso confundir el concepto de víctima con el de sujeto pasivo, toda vez que se pueden sufrir serios daños por conductas que no se encuentran previstas en la ley como delitos y aun así existir victimización. Afirmación con la que estamos de acuerdo, pues consideramos que circunscribir el concepto de víctima a la figura del sujeto pasivo del delito resultaría ser una definición restringida, pues este concepto no debe limitarse únicamente a la criminalidad, ya que existen distintas formas de convertirse en víctima.
De los diversos conceptos aquí esbozados, podemos ver que no existe consenso en la doctrina científica para elaborar un concepto unitario de víctima, pues mientras que para la criminología este concepto se circunscribe a las personas que resienten la acción criminal, para otras ciencias, como la victimología y la sociología, el concepto de víctima no se limita a la criminalidad, sino que se extiende también a factores no criminógenos, además de que plantea distintos tipos de victimización.
Así pues, tenemos que desde la perspectiva de estas ciencias es posible ser víctima de factores sociales y naturales; como pueden ser el abuso de poder; la opresión social; catástrofes naturales; ataques de animales; accidentes de todo tipo; discriminación por motivos de origen étnico, religiosos o raciales; agentes biológicos como las enfermedades, solo por mencionar algunos ejemplos (Rodríguez, 2020).
En el ámbito jurídico, en cambio, la víctima solo puede existir si la conducta del sujeto activo ha sido previamente establecida como delito en la ley penal o si se han violentado los derechos humanos reconocidos por la Constitución y los tratados internacionales. Por este motivo, podemos afirmar que, para el derecho penal, la víctima solo existe como producto de la comisión de un delito, ya que es consecuencia directa del mismo, pues se trata de la persona titular del bien jurídico que se ha visto vulnerado por el hecho delictivo.
Sin embargo, queda claro que no se debe unificar el concepto de víctima con el de sujeto pasivo del delito, pues —como hemos visto anteriormente— es posible sufrir serios daños por conductas que no se encuentran tipificadas en la ley y aun así existir victimización. En consecuencia, es posible realizar la siguiente afirmación: cuando se habla del sujeto pasivo del delito siempre se trata de la víctima, pero por el contrario, cuando se habla de víctima no siempre se trata del sujeto pasivo del delito.
IV. ¿Existen delitos sin víctimas?
El concepto de delitos sin víctimas ha sido ampliamente discutidoy se encuentran opiniones divididas al respecto, que van desde los que niegan la existencia de estos delitos, hasta quienes buscan despenalizar estas conductas por considerar que son invasivas en la esfera jurídica de las personas.
Algunos autores, como Quinney y Shneider, afirman que no es posible la existencia de un delito sin víctimas debido a la estrecha relación que existe entre ambos conceptos, es decir, que la conducta del agresor tipificada en la ley vulnera un bien jurídico que necesariamente le pertenece a alguien, y que, a falta de un particular, el titular de ese bien es la sociedad, de manera directa o indirecta.
Para otros, como Tyndel y Hardaway, sí existe esta probabilidad, pues afirman que la relación entre ambos conceptos no se reduce a que la conducta esté prevista como delito por la ley, ya que se pueden sufrir daños y perjuicios por conductas que no se encuentran tipificadas, así como también hay conductas que están penalizadas en las que no es posible identificar a una víctima.
Bedau (1974) afirma que el concepto de delitos sin víctimas debe hacernos reflexionar, y plantea el siguiente cuestionamiento:
¿Es realmente cierto que el uso de la marihuana, la condición de intoxicación pública y la actividad de la prostitución, no involucran ninguna víctima, y por esta razón, es absurdo e incorrecto convertir tales cosas en violaciones penales, que traen consigo fuertes penas y conducen a millones de arrestos cada año? (p. 56-57)
Robertson (1981) reconoce la existencia de estos delitos y afirma que se trata de toda una categoría de ofensas en las que nadie sufre directamente, excepto, quizás los mismos ofensores. Ejemplos de esto son los juegos de azar, la prostitución, la vagancia, el uso de drogas ilícitas, los actos sexuales prohibidos por la ley entre adultos con consentimiento, y similares. Fernández (2002) también admite su existencia y señala al uso de drogas, los juegos de azar y la prostitución, como los tres principales delitos sin víctimas. Este autor afirma que se les denomina con mayor precisión “delitos consensuados”, o aquellos caracterizados por el consentimiento de todas las partes involucradas.
Por el contrario, López Rey (1978) dice que “con evidente superficialidad, se afirma que hay delitos que carecen de víctima, pues en principio siempre todo el delito tiene una víctima o víctimas, que no siempre pueden ser personificadas” (p. 145). Nieves (1973), por su parte, niega que pueda existir una lesión penal sin una parte que la resienta, y establece que “acertar la existencia de una lesión, significa precisamente, acertar la existencia de una parte ofensora y por lo tanto responsable; pero significa también e imprescindidamente acertar la existencia de una parte ofendida” (p. 73).
Rodríguez Manzanera (2020) afirma que esta controversia es producto de una confusión de carácter semántico de este concepto, ya que el término delitos sin víctimas fue adoptado del idioma inglés, siendo Edwin M. Schur quien lo acuñó por primera vez en su obra Crimes Without Victims. Al efecto, este autor señala que la palabra crime —que traducida al español significa crimen— está siendo utilizada equivocadamente como delito por muchos autores, toda vez que existen grandes diferencias entre un término y otro.
Así pues, tenemos que delito es la acción u omisión sancionada por las leyes penales, mientras que crimen es una conducta antisocial, entendiendo a esta como aquella que atenta contra el bien común, que afecta los valores reconocidos y aceptados por el conglomerado social y, en un sentido más moderno, que es violatoria de los derechos humanos (Rodríguez, 2020). La diferencia entre un concepto y otro radica en la tipificación, pues mientras que el delito depende de estar señalado como tal ante la ley penal para existir, el crimen no tiene esta característica, pues existen conductas antisociales que no necesariamente están tipificadas.
Este autor establece que una vez realizada esta diferenciación dicha problemática se ve resuelta, pues indudablemente existen delitos en los que no existe una víctima ni podría clarificarse quién es el titular del bien jurídico tutelado y a veces, incluso, no resulta claro cuál es este bien. Por su parte, cuando se habla de conductas antisociales (crímenes), su mismo adjetivo de “antisocial” nos indica que existe por lo menos una víctima, que es la comunidad (Rodríguez, 2020).
Por otro lado, Luna Castro (2009), en su obra Los derechos de la víctima y su protección, nos dice que estas confusiones no necesariamente se resolverían con la distinción entre crimen y delito, sino, más bien, como afirman López Rey y Schneider:
… aducir que, por el hecho de no precisarse una víctima identificable como titular de un bien específico, debe despenalizarse y evitarse todo tipo de castigo en el ámbito penal, es una afirmación de evidente superficialidad, que debe manejarse con extrema precaución y de ninguna manera como regla general. (p. 27)
Efectivamente, el estudio de los delitos sin víctimas y su consecuente despenalización, es una afirmación que no debe ser tomada a la ligera, pues tampoco se busca promover cualquier tipo de conducta inmoral o violenta que pudiera traer como consecuencia el caos social.
Los delitos sin víctimas son comportamientos que violan la ley penal, pero que no causan daño a las partes que los consienten. A este respecto, Bedau (1974) afirma que, incluso si le ocurriera algún daño a uno de los participantes, este no es realmente una víctima, porque al consentir libremente dedicarse a la actividad ilegal en primer lugar el participante renuncia a cualquier otro derecho moral a declarar que sus derechos han sido violados por el daño que sufrió. Lo cierto es que en estas actividades ninguno de los participantes involucrados se percibe a sí mismo como delincuente; por este motivo es muy difícil que se dé vista a las autoridades, toda vez que se presume que es un acuerdo entre partes que se ven satisfechas con el servicio que se presta o el producto adquirido.
Hemos estudiado el concepto de víctima desde la perspectiva de diversas ciencias y, como hemos podido analizar, existen muchas formas de sufrir una victimización: desde el punto de vista criminológico, victimológico y sociológico, hasta el concepto jurídico de víctima del delito, todas son formas de convertirse en víctima. Sin embargo, ninguna de las figuras antes mencionadas parece coincidir con el concepto aquí planteado, lo que permite suponer la existencia de delitos sin la presencia de una víctima, contrario a lo establecido por quienes afirman que esto no es posible.
Además, la mayoría de los autores parecen establecer sus afirmaciones desde la perspectiva de la criminología, dejando de lado el aspecto jurídico al intentar definir el término delitos sin víctimas, lo que resulta de vital importancia para esta problemática, pues el concepto de delito le pertenece al derecho penal. Malváez Contreras (2008) establece que sin la existencia de una víctima no podría existir el delito cuando afirma que “la víctima del delito es un ente sin el cual no podría existir el delincuente, puesto que sin la pareja penal no habrá conducta típica, antijurídica, culpable y punible” (p. 134). Esta afirmación nos parece acertada si la tomamos estrictamente en su sentido teórico, pues es lógico pensar que no debe existir el delito sin la coexistencia del sujeto activo y el sujeto pasivo. Sin embargo, en la práctica esto no sucede así, pues es posible encontrar conductas señaladas como delitos en el Código Penal en las que no se configura esta pareja penal.
Por consiguiente, si nos apegamos a la perspectiva del derecho penal, indudablemente podemos encontrar delitos en los que no es posible identificar a una víctima directa o quién se queje de haber sido vulnerado en su esfera jurídica, e incluso, en la mayoría de los casos, no es posible esclarecer cuál es el bien jurídico que se ha visto violentado como consecuencia del hecho delictivo. Con sus respectivas variantes en las distintas legislaciones, estas conductas coinciden en su incidencia: la prostitución, el consumo y tráfico de drogas, los juegos de azar, la ayuda o inducción al suicidio, la portación de arma de fuego, la pornografía, la homosexualidad, entre otras. En todos estos casos, no solo no existe una víctima directa identificable, sino que establecer cuál es el bien jurídico tutelado resulta difuso y complicado.
De lo anterior es posible suponer que la justificación del Estado para establecer estas conductas como delitos radica en la inmoralidad que las caracteriza, más allá de la función protectora de bienes jurídicos, pues el Estado está utilizando al derecho penal como medio de control social para legislar la moralidad.
En conclusión, podemos afirmar que desde la perspectiva del derecho penal efectivamente existen delitos sin víctimas y que, por contradictorio que esto pueda resultar, el delito no siempre afecta los bienes jurídicos de alguien en específico. En este sentido, coincidimos con Bedau (1974) cuando afirma que “creer que vivimos en una sociedad donde existen delitos sin víctimas, es creer que hay delitos definidos por la ley, que no involucran ninguna violación maliciosa o deliberada de los derechos de nadie, por parte de otro” (p. 64).
V. ¿Qué son los delitos sin víctimas?
Como se mencionó anteriormente, el término delitos sin víctimas fue adoptado del sistema anglosajón, siendo Edwin M. Schur (1965) el precursor y principal exponente que ha prestado especial atención a este tema. En su obra Crimes without Victims: Deviant Behavior and Public Policy, se refiere a los delitos sin víctimas como “la transacción o intercambio voluntario, entre adultos, de bienes o servicios con una fuerte demanda, y legalmente proscritos” (p. 169). Respecto a esta definición, conviene enfatizar que se trata de transacciones entre adultos, de modo que todo lo relativo a los menores queda excluido de la misma. Además, se trata de transacciones voluntarias, de modo que cuando se trata de fraude o violencia tampoco serán aplicables estos argumentos (Lamo, 1989).
Bedau (1974) también define a estos delitos y afirma:
… una actividad es un delito sin víctimas solo si está prohibida por el Código Penal, y sujeta a una pena o castigo, e implica el intercambio o transacción de bienes y servicios entre adultos que consienten, y que se consideran a sí mismos como ilesos por la actividad y, en consecuencia, no informan voluntariamente a las autoridades de su participación en el mismo. (p. 73)
Fernández (2002), por su parte, opta por denominarles delitos consensuados, y los define como “actos consensuados no violentos, entre adultos, en los que éstos asumen el riesgo de daños económicos o de salud, a cambio de un placer” (p. 28). Lamo de Espinoza (1989) afirma que “se trata de un conjunto de comportamientos frecuentemente considerados delictivos y, por tanto, incluidos en los respectivos Códigos Penales, o bien simplemente asociales, antisociales o peligrosos” (p. 15).
Asimismo, este autor ha distinguido tres características que son comunes a todos estos delitos:
Algunos ejemplos de estos delitos son la prostitución, el tráfico y consumo de drogas, los juegos de azar, la embriaguez pública, la pornografía, la homosexualidad, el aborto, la ayuda o inducción al suicidio, la eutanasia consentida y la portación de arma de fuego. Incluso, según Lamo de Espinoza, también podrían incluirse en esta categoría algunas figuras más atípicas como la bigamia consentida y la prohibición de venta de bebidas alcohólicas (Lamo, 1989).
Estas conductas, también conocidas como delitos contra la moral pública, se caracterizan principalmente por la ausencia de una víctima identificable que resienta las consecuencias del hecho delictivo o cuya esfera jurídica se haya visto afectada. Según Schur (1965), un punto principal de diferenciación es el elemento de transacción o intercambio, pues estos delitos pueden delimitarse a aquellas situaciones en las que una persona obtiene de otra, en un intercambio bastante directo, una mercancía o un servicio personal que es socialmente desaprobado y legalmente proscrito.
De igual manera, resulta difícil establecer cuál es el daño causado por la conducta delictiva, ya que, de existir algún daño, este no puede ser cuantificado, además de que no sería denunciado por sus participantes, pues ambos han otorgado su consentimiento y aceptado las consecuencias que de ese acto puedan desprenderse. Otro rasgo que parece caracterizar a estos delitos es la inaplicabilidad de las leyes que los rodean. Esta inaplicabilidad se deriva directamente de la falta de un denunciante y la consiguiente dificultad para obtener pruebas (Schur, 1965).
Al tratarse de intercambios voluntarios de bienes y servicios, se entiende que ambas partes se dan por satisfechas con el servicio prestado, o el producto adquirido. Por tal motivo, es muy difícil que se dé vista a las autoridades, ya que ninguna de las partes se considera agraviada, además de que ninguno de ellos se percibe a sí mismo como delincuente. A este respecto, Rodríguez Manzanera (2020) afirma que los participantes de estas conductas muy comúnmente no las consideran ilegales, ni si quiera inmorales o antisociales, y, por el contrario, en ocasiones afirman estar prestando un servicio o cumpliendo una función social; y lo que se contempla como ilógica u obsoleta es la ley que las prohíbe (p. 78-79).
Por su parte, Robertson (1981) establece que los delitos sin víctimas son notoriamente difíciles de controlar: una de las razones es que no hay víctima agraviada que presente cargos o pruebas contra el delincuente; otra razón es que los infractores a menudo consideran las leyes, y no a ellos mismos, como inmorales. En cada caso el comportamiento delictivo implica un intercambio voluntario y privado de bienes y servicios fuertemente demandados, pero legalmente proscritos. Asimismo, el elemento del consentimiento excluye la existencia de una víctima y, por tanto, de un daño plenamente identificable.
VI. Moralidad y derecho penal
Hemos estudiado el concepto de delitos sin víctimas, que, como hemos podido analizar, se trata de conductas en las que claramente existe una ausencia de víctima, e identificar el bien jurídico protegido resulta imposible. Por este motivo, es preciso desentrañar cuál es la justificación del Estado para establecer estas conductas como delitos. Como hemos visto anteriormente, al derecho penal le corresponde salvaguardar los bienes jurídicos y mantener el orden social mediante la aplicación de normas que regulan la conducta de los individuos. Sin embargo, ante la inexistencia de una víctima y la falta de un bien jurídico identificable, resulta claro que la justificación del Estado para establecer estas conductas como delitos radica en la inmoralidad intrínseca de las mismas.
Respecto a esta problemática, conviene hacer el cuestionamiento hecho por Hart (1963): “¿Es el hecho de que ciertas conductas son, por estándares comunes, lo suficientemente inmorales para justificar que sean punibles por la ley? ¿Debería la inmoralidad como tal ser un delito?” (p. 4). Sobre este cuestionamiento, Mill (1991) ha dado una respuesta negativa en su ensayo Sobre la libertad, de 1859, cuando afirma que “el único propósito por el cual el poder puede ser legítimamente ejercido sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es para prevenir el daño a otros” (p. 30).
Respecto a esto, Schur (1965) ha establecido que “los delitos sin víctimas implican intentos de legislar la moralidad por sí misma, ya que referirse a la ausencia de víctima de estos delitos, muestra la razón para decir que ciertas leyes están diseñadas solamente para legislar la moralidad” (p. 169). Esta adecuación del derecho penal como instrumento para imponer la moral pública, ha traído como consecuencia esta problemática de carácter sociológico y criminológico, que ha generado un debate respecto de si es correcto o no que el Estado imponga sanciones a estas conductas.
En este sentido, Lamo de Espinoza (1989) dice que existe una total falta de coherencia en este campo, de modo que es frecuente encontrar que algunos de estos comportamientos se hallan sancionados y otros no, sin que quepa encontrar otra justificación que la del mayor o menor rechazo que la conducta en cuestión encuentra en su comunidad. Al respecto, Meier y Geis (1997) estiman que el derecho penal es un producto político, ya que hay desacuerdos sobre la mayoría de los aspectos de la ley, incluyendo qué actos deberían ser ilegales, y la severidad con que se debe castigar a los infractores, así como qué facultades deben ser otorgadas a la policía y bajo qué circunstancias deben ser ejercidas.
Asimismo, estos autores aseguran que la ley penal extrae sus decretos de las preferencias morales de aquellos que están en condiciones de determinar su contenido (Meier y Geis, 1997). Respecto a esto último, Robertson (1981) afirma que estas conductas se definen como delitos principalmente porque grupos sociales poderosos los consideran moralmente repugnantes y se han asegurado de que sean ilegales. Rodríguez Manzanera (2020), por su parte, dice que solamente aquellas faltas que causan daño a quienes tienen la capacidad para hacer y aplicar la legislación penal son consideradas como delitos. Similarmente, continua este autor, cuando ciertas conductas perjudiciales para la sociedad dejan de ser consideradas por aquellos que detentan el poder como dañosas para sus propios intereses, estas leyes ya no se aplican.
Por su parte, Fernández (2002) hace la siguiente afirmación
el problema esencial de los delitos sin víctimas es que el daño infligido en la sociedad por las sanciones penales de intolerancia religiosa, es mucho peor que cualquier daño que los adultos que consienten y la sociedad en general sufren por el delito mismo. (p. 22)
De la misma manera, Meier y Geis (1997) aseveran que la ley crea tantos problemas como resuelve, y a menudo requiere de otras fuentes de control social para hacerles frente. Por tanto, concluyen, el uso más efectivo de la ley requiere de un consenso social sobre qué problemas se consideran apropiados para la intervención legal.
Con base en estas afirmaciones, es preciso plantear los siguientes cuestionamientos desde el punto de vista jurídico: ¿es legítimo por parte del Estado utilizar al derecho penal como instrumento de control social para legislar moralidad?, ¿deben despenalizarse estas conductas?
Para responder a estos cuestionamientos, debemos recordar que el derecho penal constituye el medio de control social más lesivo que existe en las sociedades actuales. Como todo medio de control social, “este tiende a evitar determinados comportamientos sociales que se consideran indeseables, acudiendo para ello a la amenaza de imposición de penas en caso de que dichas conductas se realicen” (Mir, 2006: 39-40). Sin embargo, es importante entender que este no es el único instrumento del que dispone el Estado para evitar estos comportamientos, pues la sociedad cuenta con otros medios de control social para regular la conducta de los individuos que la integran (Berdugo, 2004).
En principio, lo que legitima al Estado y a su poder punitivo es que su intervención se justifique por la necesidad de protección de bienes jurídicos, que garantice al individuo una vida en sociedad de manera pacífica y posibilite su participación en el sistema social. Esto se debe a que anteriormente los Estados han hecho mal uso de este poder punitivo para proteger jurídica y penalmente intereses que no encajaban en el concepto de bien jurídico, y que eran opuestos a los componentes esenciales de un sistema social personalista; por ejemplo, penalizando el ejercicio de derechos y libertades públicas y protegiendo penalmente las meras concepciones morales. Por ello, desde la época de la Ilustración se ha postulado que solo las conductas socialmente dañosas sean consideradas como delitos: nullum crimen sine iniuria, no hay crimen sin injuria. Por este motivo, la garantía de la dañosidad social de una conducta se construye sobre la presencia de un bien jurídico afectado (Berdugo, 2004).
En virtud de lo anterior, es necesario atender al concepto de bien jurídico como límite del poder punitivo del Estado: solo las acciones que pongan en peligro o lesionen bienes jurídicos pueden ser objeto del derecho penal. Sin embargo, poco se gana con decir que el derecho penal protege bienes jurídicos sin antes detenernos a explicar lo que se entiende por los mismos (Muñoz y García, 2010). Los bienes jurídicos “son aquellos presupuestos que la persona necesita para su autorrealización y el desarrollo de su personalidad en la vida social”. Entre estos presupuestos se encuentran, principalmente, la vida y la salud. Existen bienes jurídicos individuales, que son los que afectan directamente a la persona; junto a ellos están los bienes jurídicos colectivos, que afectan a la sociedad en su conjunto. Ejemplos de estos bienes jurídicos sociales son la salud pública, el medio ambiente, la seguridad colectiva y la organización política, entre otros (Muñoz y García, 2010: 59)
Del anterior concepto, se pueden derivar una serie de tesis concretas: 1) las conminaciones penales arbitrarias no protegen bienes jurídicos; 2) las finalidades puramente ideológicas no protegen bienes jurídicos; 3) las meras inmoralidades no lesionan bienes jurídicos; y 4) las contravenciones también lesionan bienes jurídicos (Roxin, 1997: 56-57).
En cuanto a la distinción entre moral y derecho, el principio de exclusiva protección de bienes jurídicos implica que no pueden ser tutelados por el derecho penal los intereses meramente morales, entendiendo esto último como estrictamente morales (pues se entiende que los bienes jurídico-penales son los intereses morales de más alta jerarquía), pero se les exige que tengan características especiales que los haga acreedores de la protección jurídico- penal (Mir Puig, 2006: 120). Por este motivo, el derecho penal se limita a castigar únicamente las acciones más graves contra los bienes jurídicos más importantes, en eso consiste su carácter fragmentario, pues de toda la gama de acciones prohibidas y bienes jurídicos protegidos por el ordenamiento jurídico, el derecho penal solo se ocupa de una parte o fragmento, es decir, la de mayor importancia (Muñoz y García, 2010: 79).
Este carácter fragmentario del derecho penal se presenta de tres maneras en las distintas legislaciones penales: en primer lugar, defendiendo al bien jurídico solo contra ataques de especial gravedad; en segundo lugar, sancionando solo una parte de lo que en las demás ramas del ordenamiento jurídico se considera antijurídico; y, en tercer lugar, dejando sin castigo a las acciones meramente inmorales (Muñoz y García, 2010: 80). A la par de este carácter fragmentario, se encuentra el principio de subsidiariedad, según el cual el derecho penal solo debe ser utilizado como instrumento protector de bienes jurídicos cuando otras ramas del derecho no sean suficientes para lograr dicho fin. Ambos postulados integran el principio de intervención mínima, también conocido como principio de ultima ratio (Mir, 2006: 118).
La consecuencia lógica que se desprende de estos principios sería que el legislador solo utilice al derecho penal para proteger a los bienes jurídicos más importantes y se tipifiquen las conductas que son verdaderamente dañinas y peligrosas para la sociedad (Muñoz y García, 2010: 261). Sin embargo, esta expectativa no siempre se cumple, pues en el caso de los delitos sin víctimas el Estado está utilizando al derecho penal como medio de control social para legislar la moralidad, imponiendo sanciones a conductas en las que no existe una víctima directa y tampoco se lesiona ningún bien jurídico.
Por tal motivo, es posible afirmar que no es legítimo por parte del Estado penalizar las conductas que son consideradas inmorales. En tanto no es un bien jurídico, la moralidad no se protege jurídico-penalmente, de modo que estas conductas deben ser despenalizadas (Roxin, 2007: 444). En todo caso, esta aplicación legal de la moralidad está dejando de lado al principio de intervención mínima o ultima ratio y al principio de exclusiva protección de bienes jurídicos, lo que conlleva una importante contradicción para el derecho penal, pues su función social es la protección subsidiaria de bienes jurídicos, y no la de tutelar moralmente a sus ciudadanos.
Además, el concepto de derecho penal, como instrumento protector de bienes jurídicos, no significa que el legislador esté obligado a sancionar penalmente todos los comportamientos socialmente lesivos, pues esa protección puede conseguirse incluso más eficazmente con otros instrumentos jurídicos no penales (Muñoz y García, 2010: 81). Por este motivo es necesario hacer una diferenciación entre delitos y contravenciones, entendiéndose los primeros como la conducta típica antijurídica y culpable; y las segundas, como las infracciones a una norma de menor gravedad que el delito, como lo pueden ser las faltas administrativas. En este sentido, se debe recurrir a la contravención y a las multas administrativas cuando la perturbación social pueda combatirse con la sanción menos gravosa, de una manera tan eficaz o mejor que la pena, evitando de esta manera las penas de prisión y los antecedentes penales (Roxin, 1997: 71).
No obstante, el legislador es quien decide qué comportamientos se deben regular por el derecho administrativo y cuáles han de ser del interés del derecho penal, como conductas delictivas que ameriten la imposición de penas. Esta decisión debe ser tomada en concordancia con los principios de mínima intervención y protección exclusiva de bienes jurídicos para garantizar a los ciudadanos una vida en sociedad pacífica y segura, respetando al mismo tiempo su ámbito de libertad.
VII. Conclusiones
Concluimos diciendo que nos pronunciamos a favor de la despenalización de algunas de estas conductas, pero de ninguna manera se intenta promover cualquier tipo de conductas inmorales o violentas que pudieran traer como consecuencia el caos social.
Por ejemplo, en el caso del suicidio asistido, cuya impunidad se reclama bajo el argumento de que este hecho no lesiona ningún bien jurídico, su penalización debe mantenerse tomando en cuenta que la decisión personal que tenga como consecuencia la muerte de una persona solo podrá demostrarse plenamente en los casos de suicidio por propia mano, pero no en el caso de ayuda de terceros; además, se debe priorizar la protección de la vida, que es el bien jurídico más importante.
En cuanto al tráfico de drogas, su penalización se justifica por los efectos incontrolables que se producirían debido a su difusión, por el peligro que representaría para consumidores irresponsables y, sobre todo, para los menores de edad.
En el caso del aborto debe penalizarse, toda vez que se trata de una vida en formación, y ya que la vida es el bien jurídico más importante, debe protegerse a toda costa.
La prostitución y los juegos de azar, en cambio, reúnen todas las características de los delitos sin víctimas, pues se trata de intercambios voluntarios de bienes y servicios llevados a cabo entre personas adultas, en las que ambas partes se dan por satisfechas con el servicio prestado o el bien adquirido. No existe victimización y no lesionan bienes jurídicos, y por tanto deben despenalizarse.
Del mismo modo, se debe despenalizar la homosexualidad, ya que se trata de un acto de discriminación que no protege bien jurídico alguno, y en cambio restringe la libertad de los individuos y genera conflictos que conllevan la desintegración social.
Por su parte, la difusión de la pornografía debe despenalizarse, partiendo de la base de que su consumo privado no es socialmente nocivo, y en algunos casos puede incluso cooperar a eliminar las tensiones psíquicas. Sin embargo, si se comprobara que el consumo de la pornografía conduce en gran medida a la comisión de delitos sexuales, entonces sería necesaria su penalización.
La tipificación de una conducta depende en gran medida de las necesidades socioculturales de cada región, es ahí donde las legislaciones penales difieren sustantivamente. Por ejemplo, en países como Suecia, Noruega y Francia la prostitución es delito y, por consecuencia, conlleva una sanción penal, bajo la premisa de que esta práctica es una forma de violencia contra las mujeres. Por el contrario, en países como Alemania, Holanda y Dinamarca, esta práctica es perfectamente legal, e incluso las personas sexoservidoras pagan impuestos como cualquier trabajador.
En Estados Unidos está permitida la portación de arma de fuego, y en el Estado de Nevada están permitidos los juegos de azar, la embriaguez pública, el uso de drogas y la prostitución. De hecho, un viaje a Las Vegas podría constituir una experiencia en la que se cometan varios delitos sin víctimas, con la diferencia de que en ese lugar estas conductas están permitidas. De igual manera, la eutanasia es legal en países como Colombia, España, Bélgica, Países Bajos y Canadá. Además, en Alemania y Suiza, así como en algunos estados americanos como California, Colorado, Nueva Jersey y Oregón, se ha legalizado el suicidio asistido.
Las cuestiones aquí esbozadas no pretenden promover de manera alguna los actos inmorales, ni dejar desatendidos los intereses de la sociedad, pues reconocemos que este fenómeno conlleva serios problemas sociológicos y criminológicos que deben ser atendidos. Lo que se pretende aquí es exponer esta problemática desde el punto de vista técnico del derecho penal, proponiendo además una solución que no traiga consigo una contradicción de sus principios rectores, recatalogando a estos delitos como faltas administrativas, siempre y cuando no se trate de conductas que representen una amenaza contra el bien común y cuya despenalización pudiera conducir a la sociedad al caos.
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