En febrero de 2020, Ingrid Escamilla y Fátima Cecilia, de 25 y 7 años, respectivamente, fueron víctimas de un crimen que menudea en México: el feminicidio. La truculencia de los casos conmocionó a la población, generando protestas cuyos destinatarios fueron la prensa amarillista y los responsables de investigar y sancionar toda forma de violencia contra la mujer; asimismo, un paro nacional de féminas ocurrido el 9 de marzo conllevó consecuencias económicas importantes.
En el primer trimestre del año hubo casi 250 feminicidios en el país; el hecho de que la pandemia de COVID-19 se haya reconocido el 11 de marzo, convirtiéndose en el foco de la actividad informativa a escala global, no implica soslayar otros temas tan graves como esa plaga que, de un momento a otro, se volvió galopante y alteró la forma de vida de billones de personas. El vigor con que se ha trabajado para lograr la remisión y posterior desaparición del coronavirus deberá prevalecer para combatir con denuedo el tratamiento indigno e incluso letal que padecen millones de mujeres en el mundo.
La necesidad de permanecer a puerta cerrada para evitar el contagio no redujo muchos riesgos para el injustamente llamado “sexo débil”; numerosos medios han informado sobre la violencia doméstica rampante y los feminicidios perpetrados durante la contingencia. En apariencia, la sevicia es la recompensa del “eterno femenino”, arquetipo que favorece a la misoginia y encasilla a la mujer en un estatus tan inmerecido como impropio. Esta calamidad obedece, sobre todo, a la falta de respeto y a la tibieza institucional en cuanto al logro de la igualdad de género; en el caso de México, el peso del atavismo es considerable y la superación de deficiencias educativas se antoja remota.
Sería un despropósito negar que se han registrado avances significativos en pro de la igualdad de género; pero tiende a haber problemas conceptuales que propugnan el surgimiento de una ginecocracia confundible con dominación femenina total. En realidad, no se trata de ejecutar acciones que conduzcan a una inversión de posiciones que, sin duda, dejaría incólume a la violencia de género, sino de asegurar la congruencia entre la doctrina de los derechos humanos y su fundamento: la dignidad. Aunque la libertad y la respetabilidad de las mujeres se hayan reconocido de antiguo, la recurrencia de vicios incontables ha generado constructos tendentes a comprender por qué, según parece, han de existir movimientos resueltos a dotar a ese sector de lo que no ha gozado de manera plena.
Comoquiera que sea, la contribución de cada cual y de las instituciones para eliminar todo tipo de violencia contra la mujer es un deber. En este sentido, el Instituto Nacional de Ciencias Penales, guía cimera para entender los porqués de la conducta antijurídica y el correspondiente ius puniendi del Estado mexicano, dedica el número 11 de la Revista Mexicana de Ciencias Penales al fenómeno de la violencia de género y, en concreto, al feminicidio, una de las muchas aberraciones que la sociedad debe afrontar y superar, a fin de que en el futuro no haya más generaciones hundidas en la zozobra.
Sergio Alonso Rodríguez
Publicado: 2020-08-31